jueves, 5 de septiembre de 2024

EL ROSTRO DE SATANÁS. Aportes para reflexionar sobre el mal, el malo y lo malo.

-Por Alvino Villalba


Cuando la gente se imagina cómo sería el rostro del Diablo, la imagen que se crea en la mente es la de un ser parecido a un humano, pero con piel roja, cola con punta de lanza, cuernos, colmillos, orejas puntiagudas y patas de cabra, o un ente serpentino o dragontino. Estas imágenes han sido fuertemente moldeadas por siglos de arte, cultura popular y religión. Grandes artistas han contribuido a reforzar estas representaciones, tales como Francisco de Goya con su obra “El Aquelarre”, que retrata un aquelarre de brujas con la figura de un Satanás imponente y oscuro; Jean-Jacques Feuchère con su escultura “Satanás”, una figura de bronce que muestra a un ángel caído, torturado por la angustia de su condena; y Rafael Sanzio con su obra “San Miguel”, que ilustra la eterna lucha entre el bien y el mal, donde el Arcángel Miguel somete a un Diablo derrotado. Estos ejemplos y muchos otros han dado forma a una visión del Diablo como una figura grotesca y fácilmente identificable, lo que ha permeado en el imaginario colectivo.

Sin embargo, según algunos teólogos, como el demonólogo José Antonio Fortea, este es uno de los motivos por el que cuesta reconocer al Diablo en la vida cotidiana. No se le identifica por sus acciones, sino por su apariencia, como si fuera que el “padre de la mentira y el engaño” se va a presentar con esas apariencias monstruosas si realmente quiere conquistar a una persona. Es más fácil pensar que el mal es algo externo, visualmente distinto a nosotros, cuando en realidad puede estar mucho más cerca y ser mucho más sutil de lo que imaginamos.

Algo similar ocurre cuando hablamos de aquellos que generan tanto daño a la sociedad, a nuestras vidas y a las de nuestros seres queridos. Esos que tienen nombre, apellido, historia, proyectos, anhelos y sueños, pero que se han convertido en saqueadores, abusadores, corruptos, torturadores, asesinos, evasores de impuestos, entre otros. Tendemos a caer en la tentación de pensar que estos criminales deben tener apariencias diabólicas o monstruosas; y es por eso que nos cuesta comprender y aceptar que pueden ser las mismas personas que nos saludan cordialmente en la calle, que nos dan palmaditas en la espalda durante sus recorridos por los barrios, o que nos reciben sonrientes en las Municipalidades, Gobernaciones, Senado, Ministerios u otras oficinas públicas cuando nos acercamos a ellos para presentar algún proyecto o planteamiento. Esta disonancia entre la apariencia y la realidad de sus acciones dificulta nuestra capacidad para identificar y confrontar el mal en nuestras sociedades.

No obstante, el daño no es perpetrado únicamente por figuras políticas o personas en el poder. Quienes generan sufrimiento y destrucción también se encuentran en muchos otros ámbitos de la vida cotidiana. Hablamos de aquellos empresarios que explotan a sus trabajadores, negándoles salarios justos y condiciones dignas; de aquellos que contaminan el medio ambiente de forma irresponsable, afectando la salud y el bienestar de comunidades enteras. También están los líderes religiosos que abusan de su posición para manipular o aprovecharse de sus seguidores, así como los que promueven la discriminación y la intolerancia. No podemos olvidar a los miembros de organizaciones criminales, que siembran terror a través de la violencia, el tráfico de drogas, la trata de personas y otros delitos graves. Del mismo modo, quienes se benefician del sufrimiento ajeno a través de la explotación infantil, la pornografía o la violencia doméstica son igualmente responsables de propagar el mal en la sociedad. Incluso en el ámbito de la educación, existen quienes, al imponer ideas retrógradas o perpetuar desigualdades, causan un daño profundo a las futuras generaciones.

Es importante entonces aclarar la metáfora empleada hasta ahora, para desambiguar el texto: el Diablo es la personificación del mal o de la maldad; es la “figura” concreta que damos a algo abstracto para poder entenderlo mejor. Pero ¿qué es exactamente la maldad? La maldad, desde una perspectiva filosófica y teológica, es definida como la alteración o descomposición de las características esenciales del ser. No es una entidad que exista por sí misma, de manera independiente o autónoma, sino que surge como consecuencia de la ausencia del bien. Así como la oscuridad es simplemente la falta de luz, la maldad es la ausencia de bondad, y el mal es la ausencia de bien. Desde esta perspectiva, la maldad es una degradación de la naturaleza humana, cuya esencia es la bondad. No nacemos malos, sino que nos convertimos en malos cuando nos deshumanizamos; es decir, cuando dejamos de potenciar nuestra humanidad y la suprimimos, ya sea por diversas causas, pretensiones o circunstancias.

San Agustín de Hipona (354 – 430), uno de los principales filósofos y teólogos del cristianismo, explicaba que esta degradación de nuestras características esenciales lleva inevitablemente a la privación de nuestra realización plena. Degradarnos nos priva de alcanzar la plenitud de nuestro ser, y esta privación se manifiesta en lo que comúnmente llamamos “corrupción”. Cuando nuestras acciones y decisiones se alejan constantemente del bien, caemos en una descomposición moral que se convierte en parte intrínseca de nuestra identidad. El “corrupto”, desde esta línea de pensamiento, es alguien que se ha privado voluntariamente de alcanzar la cúspide de su ser, y, aunque el término “corrupto” se ha vuelto tan común que a veces lo aceptamos como parte inevitable de nuestra realidad, debemos recordar que esta corrupción es una forma de maldad que nos deshumaniza.

Tener una imagen distorsionada de los seres perversos, tanto ficticios (como el Diablo, Satanás, Lucifer, etc.) como reales (como los saqueadores, despilfarradores de dinero público, abusadores, corruptos, estafadores, mafiosos, asesinos, torturadores, etc.), nos dificulta identificar a quienes viven generando daños a nuestra sociedad. Además, esta distorsión facilita su impunidad, tanto social como mediática y judicial. La falta de un análisis profundo y de una coherencia ética, acompañada de coraje y dignidad, nos lleva a veces a aplaudir, temer o incluso resignarnos ante quienes generan daños tremendos, muchas veces irreparables, a nuestra sociedad. Por eso, es fundamental que rompamos con estas imágenes preconcebidas y aprendamos a identificar el mal por sus acciones, por los hechos, por sus conductas y/o comportamientos, no por sus apariencias.

                                                              Al Vino

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