-Por Alvino Villalba
Cuando la gente se imagina cómo sería el rostro del Diablo, la imagen
que se crea en la mente es la de un ser parecido a un humano, pero con piel
roja, cola con punta de lanza, cuernos, colmillos, orejas puntiagudas y patas
de cabra, o un ente serpentino o dragontino. Estas imágenes han sido
fuertemente moldeadas por siglos de arte, cultura popular y religión. Grandes
artistas han contribuido a reforzar estas representaciones, tales como
Francisco de Goya con su obra “El Aquelarre”, que retrata un aquelarre de
brujas con la figura de un Satanás imponente y oscuro; Jean-Jacques Feuchère
con su escultura “Satanás”, una figura de bronce que muestra a un ángel caído,
torturado por la angustia de su condena; y Rafael Sanzio con su obra “San
Miguel”, que ilustra la eterna lucha entre el bien y el mal, donde el Arcángel
Miguel somete a un Diablo derrotado. Estos ejemplos y muchos otros han dado
forma a una visión del Diablo como una figura grotesca y fácilmente
identificable, lo que ha permeado en el imaginario colectivo.
Sin embargo, según algunos teólogos, como el demonólogo José Antonio
Fortea, este es uno de los motivos por el que cuesta reconocer al Diablo en la
vida cotidiana. No se le identifica por sus acciones, sino por su apariencia,
como si fuera que el “padre de la mentira y el engaño” se va a presentar con
esas apariencias monstruosas si realmente quiere conquistar a una persona. Es
más fácil pensar que el mal es algo externo, visualmente distinto a nosotros,
cuando en realidad puede estar mucho más cerca y ser mucho más sutil de lo que
imaginamos.
Algo similar ocurre cuando hablamos de aquellos que generan tanto daño a
la sociedad, a nuestras vidas y a las de nuestros seres queridos. Esos que
tienen nombre, apellido, historia, proyectos, anhelos y sueños, pero que se han
convertido en saqueadores, abusadores, corruptos, torturadores, asesinos,
evasores de impuestos, entre otros. Tendemos a caer en la tentación de pensar
que estos criminales deben tener apariencias diabólicas o monstruosas; y es por
eso que nos cuesta comprender y aceptar que pueden ser las mismas personas que
nos saludan cordialmente en la calle, que nos dan palmaditas en la espalda
durante sus recorridos por los barrios, o que nos reciben sonrientes en las
Municipalidades, Gobernaciones, Senado, Ministerios u otras oficinas públicas
cuando nos acercamos a ellos para presentar algún proyecto o planteamiento.
Esta disonancia entre la apariencia y la realidad de sus acciones dificulta
nuestra capacidad para identificar y confrontar el mal en nuestras sociedades.
No obstante, el daño no es perpetrado únicamente por figuras políticas o
personas en el poder. Quienes generan sufrimiento y destrucción también se
encuentran en muchos otros ámbitos de la vida cotidiana. Hablamos de aquellos
empresarios que explotan a sus trabajadores, negándoles salarios justos y condiciones
dignas; de aquellos que contaminan el medio ambiente de forma irresponsable,
afectando la salud y el bienestar de comunidades enteras. También están los
líderes religiosos que abusan de su posición para manipular o aprovecharse de
sus seguidores, así como los que promueven la discriminación y la intolerancia.
No podemos olvidar a los miembros de organizaciones criminales, que siembran
terror a través de la violencia, el tráfico de drogas, la trata de personas y
otros delitos graves. Del mismo modo, quienes se benefician del sufrimiento
ajeno a través de la explotación infantil, la pornografía o la violencia
doméstica son igualmente responsables de propagar el mal en la sociedad.
Incluso en el ámbito de la educación, existen quienes, al imponer ideas
retrógradas o perpetuar desigualdades, causan un daño profundo a las futuras
generaciones.
Es importante entonces aclarar la metáfora empleada hasta ahora, para
desambiguar el texto: el Diablo es la personificación del mal o de la maldad;
es la “figura” concreta que damos a algo abstracto para poder entenderlo mejor.
Pero ¿qué es exactamente la maldad? La maldad, desde una perspectiva filosófica
y teológica, es definida como la alteración o descomposición de las
características esenciales del ser. No es una entidad que exista por sí misma,
de manera independiente o autónoma, sino que surge como consecuencia de la
ausencia del bien. Así como la oscuridad es simplemente la falta de luz, la
maldad es la ausencia de bondad, y el mal es la ausencia de bien. Desde esta
perspectiva, la maldad es una degradación de la naturaleza humana, cuya esencia
es la bondad. No nacemos malos, sino que nos convertimos en malos cuando nos
deshumanizamos; es decir, cuando dejamos de potenciar nuestra humanidad y la
suprimimos, ya sea por diversas causas, pretensiones o circunstancias.
San Agustín de Hipona (354 – 430), uno de los principales filósofos y
teólogos del cristianismo, explicaba que esta degradación de nuestras
características esenciales lleva inevitablemente a la privación de nuestra
realización plena. Degradarnos nos priva de alcanzar la plenitud de nuestro
ser, y esta privación se manifiesta en lo que comúnmente llamamos “corrupción”.
Cuando nuestras acciones y decisiones se alejan constantemente del bien, caemos
en una descomposición moral que se convierte en parte intrínseca de nuestra identidad.
El “corrupto”, desde esta línea de pensamiento, es alguien que se ha privado
voluntariamente de alcanzar la cúspide de su ser, y, aunque el término
“corrupto” se ha vuelto tan común que a veces lo aceptamos como parte
inevitable de nuestra realidad, debemos recordar que esta corrupción es una
forma de maldad que nos deshumaniza.
Tener una imagen distorsionada de los seres perversos, tanto ficticios
(como el Diablo, Satanás, Lucifer, etc.) como reales (como los saqueadores,
despilfarradores de dinero público, abusadores, corruptos, estafadores,
mafiosos, asesinos, torturadores, etc.), nos dificulta identificar a quienes
viven generando daños a nuestra sociedad. Además, esta distorsión facilita su
impunidad, tanto social como mediática y judicial. La falta de un análisis
profundo y de una coherencia ética, acompañada de coraje y dignidad, nos lleva
a veces a aplaudir, temer o incluso resignarnos ante quienes generan daños
tremendos, muchas veces irreparables, a nuestra sociedad. Por eso, es
fundamental que rompamos con estas imágenes preconcebidas y aprendamos a
identificar el mal por sus acciones, por los hechos, por sus conductas y/o
comportamientos, no por sus apariencias.
Al Vino