- Por Alvino Villalba
“No sé por qué, pero ¡qué
mal me cae esa persona!”, me dijo una amiga luego de haberle presentado un
colega mío que vino de Uruguay para participar de un Conversatorio sobre
Filosofía Latinoamericana; es decir, mi amiga no le conoce, nunca antes le vio
ni compartió con él. Básicamente, no le conoce. Pero le odia (o casi le odia)
sin siquiera conocerle; no le hizo daño ni le ha hecho algún mal a algún
conocido o amigo/a de ella. No hay razón alguna para que ella experimente
cierta animadversión contra mi colega. Sin embargo, lo que le ocurrió a mi
amiga no es algo raro, ni fuera de otro mundo. Es que a veces alguien nos cae
bien o nos cae mal sin que esa persona nos haya hecho o dicho algo (bueno o
malo). ¿Alguna vez has experimentado eso con alguien a quien acabas de conocer?
Lo más probable es que sí. Y no es porque seas raro o rara; es que los seres
humanos somos así, hacemos, decimos, nos imaginamos o sentimos cosas que para
la razón son absurdas o ilógicas. Lo que pasa es que tenemos dos motores
fundamentales dentro de nosotros: la razón (cabeza) y los sentimientos
(corazón). La mala noticia es que esos dos motores –que cohabitan dentro de
nuestro ser- no se llevan bien, trabajan en forma descoordinada y
–consecuentemente- se aponen. Difícilmente se ponen de acuerdo entre ellos. El
ser humano tiene que hacer un esfuerzo muy grande para que no haya un
desequilibrio muy notorio entre lo que piensa (razón) y siente (corazón).
La razón –como ya hemos
escuchado varias veces- es el elemento que nos diferencia de todos los demás
animales. De entre todos los animales, el ser humano es un animal racional. A
diferencia de un lobo, una vaca o un tiburón, etc., nosotros tenemos la razón.
Podemos razonar. Somos seres racionales, aunque sin dejar de ser animales.
Entonces, es “normal” que nuestros comportamientos a veces sean racionales,
lógicos, ordenados, y, otras veces, sean irracionales, ilógicos, absurdos y
desordenados.
El corazón (no en el
sentido biológico sino en el sentido metafórico) solamente siente; el corazón
no razona, ni produce pensamientos lógicos. Su trabajo es solamente sentir. Y
solamente dos cosas siente: odio y amor. La cabeza, en cambio, tiene tareas más
complejas: el razonamiento, el pensamiento, la lógica, el orden, la armonía, la
argumentación, etc. Entonces, es un tanto absurdo exigir al corazón que sea
razonable.
En términos más
cotidianos, esta disputa y desacuerdo entre la razón y el corazón se suelen
notar, por ejemplo, cuando una hermosa mujer se enamora o se casa con un hombre
que no ha nacido favorecido por la naturaleza para las poses pictográficas;
dicho de otra manera, cuando una mujer bonita se enamora de un hombre feo.
Muchos de sus familiares y amigos no pueden entender cómo ocurre eso e instan a
la mujer a que piense, que razone y recapacite. Es ahí donde se constata que
esa mujer ha sido guiada por un solo motor, que es el corazón; por otro lado,
los familiares y amigos se han guiado solamente por un solo motor: que es la
razón. Racionalmente no se puede entender cómo es que alguien tan hermosa
termine enamorándose de alguien feo. Y es que ese es el trabajo del corazón:
sentir (odio o amor).
Pero si uno es solamente
racional cuestionaría posiblemente todas las cosas que hacemos y que son
motivadas por el corazón, tales como saludarnos, pasarnos las manos,
enamorarnos, tener amistades, visitarnos, escuchar músicas, irnos a la cancha o
sentirnos bien cuando gana el equipo deportivo de nuestra preferencia, etc.
Todas esas acciones no son racionales, pero el hecho de que seamos seres
racionales, no implica que se deban suprimir nuestras emociones o sentimientos.
Hay comportamientos
desprovistos de razonamiento que practicamos ordinariamente. Algunos son
aceptados (amar, compartir con amigos, alentar a un club deportivo, irse a
fiestas, practicar caridad o amor al prójimo, etc.); también hay otros que no
son aceptados (odiar, ser rencoroso, lastimar a quienes nos caen mal,
maltratar, fanatizarse, etc.). Podríamos decir, que el corazón y la razón son
dos bueyes que estiran la carreta de nuestra vida. Si un buey es muy fuerte o
muy débil o si avanza con más rapidez o lentitud en comparación con el otro
buey, la carreta de la vida no podrá avanzar, encontrará tropiezos, podrá
tumbarse, lastimarse a sí misma o a los demás. Es necesario que ambos caminen
al mismo ritmo. Eso dependerá también de quien esté manejando (o conduciendo)
esa carreta.
Si solamente hacemos caso
a los dictámenes de nuestro corazón sin atender los dictámenes de la razón,
entonces ocurre el “cardiocentrismo” (el centro es el cardio o el corazón).
Pero, por otro lado, si solamente hacemos caso a los dictámenes de nuestra
razón, sin atender los dictámenes del corazón, entonces ocurre el
“raciocentrismo” (el centro es la ratio o racio o la razón). Entonces, hay
personas y/o prácticas cardiocéntricas y hay personas y/o prácticas
raciocéntricas. Por eso, lo ideal es que haya equilibrio o equidad entre la
razón y el corazón.
Esta disputa entre la
razón y el corazón ya ha sido estudiada por distintos filósofos a lo largo de
estos 2.500 (dos mil quinientos) años de existencia de la filosofía. Y el
filósofo francés llamado Blas Pascal (1623 – 1662) es el único que no se ha
complicado mucho para comprender este fenómeno, por lo que concluye sosteniendo
que “el corazón tiene razones que la razón no comprende”.
Al Vino.
* Publicado en Gaceta Guaireña el 23/11/2021
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